El espejo es un objeto que no pasa desapercibido: donde hay uno siempre habrá quien se asome a su interior; y cuanto más cerca, mucho mejor. El espejo, como si de una película se tratase y a todo lo largo y ancho de sus posibilidades, corre un sinnúmero de cuadros en los que se retrata, con toda fineza y perfección, lo que sucede de este lado (suponiendo que el espejo se erija como “el otro lado”): una imagen totalmente semejante, salvando la proyección a la inversa.
El espejo, por ejemplo, en Sueño de Arizona funciona como una cámara más al mando del director: una de las escenas (de muchas) más significativas del filme sucede cuando dos de los protagonistas sentados a la mesa juegan, con una extraña mezcla de temor y tranquilidad, a la ruleta rusa: la imagen se prolonga en un cuadro más, una ventana, recipiente donde es posible enmarcar a aquellos dos pasándose la pistola, salpicados por la conmiseración de uno y la total dejadez de la otra. El espejo se convierte entonces en el catalizador de las sensaciones y el conducto del acto que ambos pretenden ejecutar y que…. (vean la película).
Cuando Salvador Elizondo comienza cualquier historia, cualquiera de todas sus historias, se sabe que en algún momento de la narración se asomará entre líneas o con todas sus letras un espejo: a menudo el derrotero de lo que cuenta Elizondo va signado por la prolongación intacta que se guarda en el reflejo, por aquello que resulta del involucramiento del objeto en su relación con los personajes.
El espejo, pasando a cuestiones terrenales, en un principio fue considerado un objeto casi de culto y al que pocos podían acceder, pues su valor excedía las posibilidades de la clase media, y sólo tenía cabida en las casonas de los poderosos; en el tiempo extravió esa cualidad y adquirió otra, más ad hoc para estos tiempos: en todos tamaños y presentaciones no falta uno de estos curiosos instrumentos en miles de lugares, cuya lista es larguísima y no está exenta de extrañezas y adjetivos descabellados.
“Me pareció increíble que ese día sin premoniciones ni símbolos fuera el de mi muerte implacable”
Jorge Luis Borges, “El jardín de senderos que se bifurcan”
(En un rato más seré uno más de los lectores que se apuntaron para recordar a Yáñez con su novela Al filo del agua.
Hoy, también, como si formara parte de una fila india en una escena undergroundiana, seguiré a la banda de Bodas y Funerales.)Imagen: www.hoy-digital.com
El espejo, por ejemplo, en Sueño de Arizona funciona como una cámara más al mando del director: una de las escenas (de muchas) más significativas del filme sucede cuando dos de los protagonistas sentados a la mesa juegan, con una extraña mezcla de temor y tranquilidad, a la ruleta rusa: la imagen se prolonga en un cuadro más, una ventana, recipiente donde es posible enmarcar a aquellos dos pasándose la pistola, salpicados por la conmiseración de uno y la total dejadez de la otra. El espejo se convierte entonces en el catalizador de las sensaciones y el conducto del acto que ambos pretenden ejecutar y que…. (vean la película).
Cuando Salvador Elizondo comienza cualquier historia, cualquiera de todas sus historias, se sabe que en algún momento de la narración se asomará entre líneas o con todas sus letras un espejo: a menudo el derrotero de lo que cuenta Elizondo va signado por la prolongación intacta que se guarda en el reflejo, por aquello que resulta del involucramiento del objeto en su relación con los personajes.
El espejo, pasando a cuestiones terrenales, en un principio fue considerado un objeto casi de culto y al que pocos podían acceder, pues su valor excedía las posibilidades de la clase media, y sólo tenía cabida en las casonas de los poderosos; en el tiempo extravió esa cualidad y adquirió otra, más ad hoc para estos tiempos: en todos tamaños y presentaciones no falta uno de estos curiosos instrumentos en miles de lugares, cuya lista es larguísima y no está exenta de extrañezas y adjetivos descabellados.
“Me pareció increíble que ese día sin premoniciones ni símbolos fuera el de mi muerte implacable”
Jorge Luis Borges, “El jardín de senderos que se bifurcan”
(En un rato más seré uno más de los lectores que se apuntaron para recordar a Yáñez con su novela Al filo del agua.
Hoy, también, como si formara parte de una fila india en una escena undergroundiana, seguiré a la banda de Bodas y Funerales.)Imagen: www.hoy-digital.com
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